miércoles, 16 de marzo de 2011

Prólogo de Rómulo Berruti


Es valioso el emprendimiento de Graciela Beatriz Restelli, porque Narciso Ibáñez Menta es una figura de muy fuerte incidencia en el espectáculo argentino pero dejó huellas un tanto huidizas. Su regreso a España a mediados de los sesenta contribuyó a borrarlo de la memoria, aunque volvió muchas veces convocado por nuestra televisión.
Pero hay algo más: su confinamiento en el territorio del terror, su canonización como gran oficiante de los rituales del miedo. Sin duda él mismo cinceló esta figura con dedicación ya que amaba el género y se consideraba con justicia un especialista. Recordemos que mucho antes de sus éxitos en la pantalla chica con Obras maestras del terror había casi fundado esa línea en el cine nacional con Una luz en la ventana (Manuel Romero, 1942) y diez años después con La bestia debe morir (Román Viñoly Barreto, 1952) aquí acomodando para el cine la famosa novela de Nicholas Blake. Y mucho antes, a principios de los 30, en el escenario con una versión de Dr. Jeckill y Mr. Hyde. En buena medida estos desafíos le permitían ejercitar una de sus habilidades mayores, el maquillaje. Narciso era un verdadero orfebre ante el espejo, elaboraba sus postizos él mismo con minucia y los dejaba de lado si la imagen que le llegaba de vuelta no le gustaba. Tratándose de un género exitoso, la difusión masiva de sus fantasmagorías postergó en el recuerdo el interesante actor que supo ser sin asustar a nadie.
Este libro lo recupera desde la primera infancia, cuando como tantos otros hijos de actores pisó el escenario junto a sus padres. Pero él se convirtió en una estrella y eso ya no es tan común. Fue Narcisín, un chico carismático, seguro, dotado para la actuación y yo diría que bautizado con curioso sentido profético. Este chico hizo espectáculos que giraron pronto en torno suyo y esta biografía que se aprestan a leer les dará detalles al respecto. No sería como en otros casos un sarampión de la niñez, sería una enfermedad saludable que se prolongó a lo largo de toda una vida. Narciso Ibáñez Menta era un actor condenado al éxito.
Y el Buenos Aires de los cuarenta y cincuenta lo albergó en sus escenarios como un divo que además tenía olfato comercial y sin ser esencialmente culto (nuestros intérpretes en general no lo fueron) sí tenía intuición y buen gusto, además de lecturas consistentes de grandes dramaturgos. Por eso sabía elegirlos a la hora de combinar los tres elementos básicos del gran cóctel teatral: calidad literaria, protagónico poderoso y producción factible.
Eran otros tiempos y los empresarios le permitieron lucirse con Arthur Miller en La muerte de un viajante, con ese gran poeta escénico que fue Jean Anouilh en Ornifle o Jean Paul Sartre en Las manos sucias. El cine aprovechó su máscara en muchas películas de calidad despareja, pero todas apoyadas en su presencia, como El que recibe las bofetadas (inspirada en una gran obra de Andreiev), Cuando en el cielo pasen lista, La calle junto a la luna, Almafuerte, Procesado 1040. Hubo más, como el ya célebre inicio del tema “hoteles alojamiento” de Tinayre, La cigarra no es un bicho donde compartía rubro con otros grandes. Y en 1976, cuando pocos se acordaban de Narciso, revalidó su talento y oficio con el delicioso film de José Martínez Suárez Los muchachos de antes no usaban arsénico junto a Mario Soffici y Arturo García Buhr.
El Narciso Ibáñez Menta completo convertido en libro era una deuda. Con este primer volumen comienza a quedar saldada.

                                                             Rómulo Berruti

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